Después
de cuatro años, vuelvo con este vicio mío de hablar sobre lo que
otros han dicho y hecho, como si a alguien no le hubiese quedado
claro, comportándome como esos ruidos enlatados que confirman al
público cuándo es menester reírse o emocionarse, y lo hago de mano
de una película que me ha impactado por su belleza y por la lucidez
y la amplitud de su mensaje. Hablo de Un rostro en la multitud,
de Elia Kazan, una película sobre la pérdida de la autenticidad que
a través de una historia hiperbólica construye un fascinante
apólogo, un cuento moral que critica la sociedad de aquel entonces
(1957) anticipándose a elementos de nuestra sociedad como los
youtubers estresados y las
estrellas de un día que son aplastadas por su éxito. Pa’breviar,
toda la cultura de masas en general, como si Guy Debord hubiese
escrito su Sociedad del espectáculo en
clave artística en lugar de filosófica.
Trash blues |
En
fin, el tipo (Andy Griffith) es el personaje del entusiasta (un
eneatipo 7, para frikis del eneagrama como yo) tan recurrente en
películas de actores como James Stewart o Robin Williams pero del
que nunca me cansaría mientras
encaje bien en la narración. ¿Y es este el caso? Por supuesto, pues
encarna a la perfección el prototipo del hombre rebelde que definió
A. Camus, aquel que en este mundo sin libertad se vuelve tan
absolutamente libre que su mera existencia es un acto de rebelión,
etc, etc. Aparte de los brochazos iniciales y
el espectáculo que ofrece para la radio provinciana, el personaje se
termina de configurar con un par de frases del tipo
«un
trabajo es demasiado, mi guitarra me da de comer, y si llueve siempre
puedo dormir en la cárcel».
Como digo, al ser un cuento,
lo que se busca a mi entender es que el espectador se haga una rápida
idea del arquetipo de persona que protagonizará la historia.
Cualquiera con un poco de vitalidad se enamoraría al momento de este
personaje que agarra
la existencia y se construye
un jolgorio, y
que además es
el paradigma del apasionamiento «pongo
mi ser en todo lo que hago»
que no se rinde a la venenosa
estabilidad del trabajo enajenado porque sabe que el mundo y su
cuerpo son dos fiestas que danzan a la par.
«Yo
canto al cuerpo eléctrico» - Walt Whitman
Y... dejo
ya de hablar de este arquetipo porque podría escribir un libro de
alabanzas. ¿Dónde está entonces la trampa? En una mujer... ¡cómo
no! ¡el único batacazo de la película (en mi opinión)! Sí,
tristemente, el pecado original que lo arranca del paraíso es la
reportera que, con buen ojo, se da cuenta del valor de este hombre y
lo intercepta en su deambular por la carretera para ofrecerle un
programa donde podrá hacer y decir lo que quiera: da igual el guión,
el producto eres tú, amigo,
pues cada vez que el mercado descubre algo genuino, lo exhibe ante
el público hasta que le exprime todo su jugo, se agota, y lo
desechan. Rhodes, obviamente, tarda escasos segundos en enamorar a la
audiencia desde que pisa el plató radiofónico, produciendo un
efecto «good
morning, Vietnam»
a causa de su espontaneidad, su gracia y una rebeldía con la que
todos nos podemos sentir identificados, pues no es más que el fluir
de unos instintos no limitados. Rhodes
es lo que cualquier productor o cazatalentos busca, un showman
destinado al éxito en la sociedad del espectáculo, que incluso
convierte lo revolucionario en mercancía, como se puede ver en la
fabulosa escena en la que incita desde la radio a los niños del
pueblo para que invadan la piscina del alcalde en señal de protesta,
con la pérfida complicidad de los medios y de las autoridades
(total, si la cosa se pone chunga de verdad ya los aplacaremos).
Desde
aquí, la película se convierte en un delirante ascenso del
personaje, que pasa por tener su propio programa de televisión,
protagonizar anuncios publicitarios, aparecer en las portadas de las
revistas más importantes, presentar
concursos de misses...
hasta su
lógica entrada en la política. En este descenso al infierno, hay
varios mensajes muy buenos que todo el mundo parece intuir y que no
suponen una revelación, pero que son ciertamente las piedras
angulares de la sociedad de masas, y por todos ellos pasa este
personaje desde el momento en que escucha a una voz diabólica
que le susurra «puedo
convertirte en una estrella, hijo, si te entregas a mí y dejas que
te eduque»:
-
la publicidad es un comecocos que no intenta convencerte de que su producto es mejor por sus cualidades, sino porque te hará feliz y los demás te querrán más
-
pasearte por los platós de televisión no supone el compartir un talento, una magia, sino que «el gran ojo rojo que me mira» te absorbe y banaliza esa magia
-
la política es un caso parecido a la publicidad: si quieres ganar no necesitas argumentos más razonables, sino eslóganes más pegadizos y una imagen que todos amen, haciendo alusión a la tendencia cada vez más enfermiza de que los presidentes no sean expertos en nada más que en ser payasos, como es tan habitual en Norteamérica con presidentes como Arnold Schwarzenegger o Trump, pero que también se ve en Europa con figuras como Berlusconni, o M. Rajoy, sin ir más lejos. Cuanto más estúpidos parezcan, mejor
-
los programas de televisión que llevan a personas para que cuenten sus problemas con el perverso fin de que los espectadores se apiaden y envíen dinero de forma caritativa (todo muy cristiano) trafican con las desgracias de la gente
-
la ostentación produce un inmenso vacío, pues cuando consigues todo lo que se suponía que te haría feliz y aún así no lo eres, el deseo entra en shock por no poder desear nada más: «No sé por qué acepté el ático. Vivo rodeado de veinticinco habitaciones vacías. Me siento un náufrago en una isla.»
En
fin, ideas que, como decía, todos intuimos pero que mola ver de ver
en cuando en una peli. Disculpad toda esta amargura de la que estoy
haciendo gala, pero es la temática que me ocupa. En realidad pienso
que el mundo es un lugar inmensamente bello, como nos recuerda la
escena inicial en la cárcel, pero cuando se vive desde la libertad y
la humildad. Como vemos,
Black mirror no ha
inventado nada, pues el capítulo «15
millones de méritos» tiene
completamente el mensaje de esta película: la capacidad de absorción
y mercantilización de la disidencia que posee el capitalismo, pero a
lo basto.
«... llámenos como quiera, cuando nos juntamos, contamos historias divertidas» |
Un
detalle que me ha gustado mucho es un comentario de la película que
dice «tal
vez es hierba demasiado alta»,
haciendo alusión al
proverbio que dice algo así
como que la hierba que crece
demasiado alta es la que se corta, justo
a la hora de metraje, cuando
se empieza a
rayar
por primera vez al darse cuenta de que su desorbitante ascenso vendrá
seguido lógicamente por una caída igual
de desorbitante. Este es el
más grande punto de inflexión de la película, en el que el
personaje se ve en la encrucijada entre ser inteligente y quedarse
con aquello positivo que ha encontrado en su extravagante aventura, o
seguir cabalgando como un caballo enloquecido hasta caer por el
desfiladero. La primera opción está representada de forma un poco
rancia (estamos en los ‘50) por el matrimonio con Marcia, de la que
sigue enamorado, y que representa lo único sincero y auténtico en
la vida tan ilusoria que lleva;
y parece que va a elegir ese camino, pero el cabrón pesimista de E.
Kazan decide que Rhodes se casará en
un arrebato con la ganadora
del concurso de Miss Arkansas
que presentó, para llevar hasta las últimas consecuencias su cuento
moral. Así que del concurso de Arkansas, tras una juerga en Juárez,
vuelve casado con una pija provinciana y descerebrada que no sabe ni
cómo pero ayer se presentó a un concurso cutre y hoy está casada
con el hombre más importante de América.
Algo así como el personaje de Patronio en El Conde Lucanor |
Este
matrimonio es uno de los símbolos de la precipitada decadencia en la
autenticidad de Rhodes, pues ahora ya lee los guiones que le escriben
y se puede ver cómo trata a
las personas que le sirven a la manera de un buen empresario.
Y la última media hora de
película es una triste destrucción del estresado y cada vez más
alcoholizado personaje, que ha llegado a lo más alto y ya no sabe
qué más inventarse
para no ser derribado por el
siguiente ídolo de masas. En este trance, hay una sutil y
significativa escena en la que cabizbajo y abrazado a Marcia le dice:
«tú
me creaste», y
en la amargura del expresivísimo rostro de Patricia Neal podemos ver
el arrepentimiento de una mujer que sin quererlo ha creado un
monstruo y arruinado una vida.
¡Vuelve! |
Y este bellísimo cuento termina con la moraleja pronunciada por el
actor Walter Matthau, un escritor eclipsado por Rhodes que le viene a
decir básicamente que qué esperaba, que las modas pasan, chico, y
si has triunfado a costa de recubrir tu ego de una reluciente costra
te verás pronto sustituido por la siguiente estrella de una noche, y
que la gente comentará, en su hastío, ¿te acuerdas de Lonesome
Rhodes? ¿qué habrá sido de su vida? hasta que dos o tres estrellas
más tarde nadie se acuerde del hombre que danzó e hizo carambolas
bajo sus aplausos. La película se cierra con la incógnita acerca de
un hombre acabado y su suicidio, tras un The end tras el que
parpadea un flagrante letrero luminoso de Coca-Cola... Elia Kazan no
escatima en detalles.