4 sept 2018

Reseña Un rostro en la multitud - Elia Kazan


Después de cuatro años, vuelvo con este vicio mío de hablar sobre lo que otros han dicho y hecho, como si a alguien no le hubiese quedado claro, comportándome como esos ruidos enlatados que confirman al público cuándo es menester reírse o emocionarse, y lo hago de mano de una película que me ha impactado por su belleza y por la lucidez y la amplitud de su mensaje. Hablo de Un rostro en la multitud, de Elia Kazan, una película sobre la pérdida de la autenticidad que a través de una historia hiperbólica construye un fascinante apólogo, un cuento moral que critica la sociedad de aquel entonces (1957) anticipándose a elementos de nuestra sociedad como los youtubers estresados y las estrellas de un día que son aplastadas por su éxito. Pa’breviar, toda la cultura de masas en general, como si Guy Debord hubiese escrito su Sociedad del espectáculo en clave artística en lugar de filosófica.


Trash blues
Pero estoy construyendo la casa por el tejado, partiré desde el inicio, que me excitó en el sentido inglés (y también en el español) por la estampa tan bluesera que abre la película. Una avispada reportera llamada Marcia (Patricia Neal) llega a un pueblucho de Arkansas en el que los viejos se entretienen limpiando su escopeta en los desvencijados porches, buscando algo novedoso y auténtico, algo que no esté ensuciado por la banalidad urbana, y decide emitir su programa desde la cárcel del pueblo. Un rostro en la multitud es el nombre del programa desde el que comienza la catástrofe. La escena de la cárcel, como digo, parece una canción de Johnny Cash traspuesta al cine. Allí se encuentra con el protagonista, el vagabundo adánico que representa la quintaesencia de lo auténtico: dice no tener ni nombre ni un rumbo establecido más allá de caminar en sentido contrario al último pueblo en el que estuvo preso por vagancia o por alguna juerga que se le fue de las manos. Tras un despertar violento, «¿es que ni en la cárcel puede uno dormir sin que le molesten?», le dice a Marcia que le puede llamar Rhodes, nombre que ella complementa con un Lonesome Rhodes (‘Rhodes el Solitario’) en el que quiero ver un juego de homofonía con Lonesome Roads (‘carreteras solitarias’).

En fin, el tipo (Andy Griffith) es el personaje del entusiasta (un eneatipo 7, para frikis del eneagrama como yo) tan recurrente en películas de actores como James Stewart o Robin Williams pero del que nunca me cansaría mientras encaje bien en la narración. ¿Y es este el caso? Por supuesto, pues encarna a la perfección el prototipo del hombre rebelde que definió A. Camus, aquel que en este mundo sin libertad se vuelve tan absolutamente libre que su mera existencia es un acto de rebelión, etc, etc. Aparte de los brochazos iniciales y el espectáculo que ofrece para la radio provinciana, el personaje se termina de configurar con un par de frases del tipo «un trabajo es demasiado, mi guitarra me da de comer, y si llueve siempre puedo dormir en la cárcel». Como digo, al ser un cuento, lo que se busca a mi entender es que el espectador se haga una rápida idea del arquetipo de persona que protagonizará la historia. Cualquiera con un poco de vitalidad se enamoraría al momento de este personaje que agarra la existencia y se construye un jolgorio, y que además es el paradigma del apasionamiento «pongo mi ser en todo lo que hago» que no se rinde a la venenosa estabilidad del trabajo enajenado porque sabe que el mundo y su cuerpo son dos fiestas que danzan a la par.

«Yo canto al cuerpo eléctrico» - Walt Whitman

Y... dejo ya de hablar de este arquetipo porque podría escribir un libro de alabanzas. ¿Dónde está entonces la trampa? En una mujer... ¡cómo no! ¡el único batacazo de la película (en mi opinión)! Sí, tristemente, el pecado original que lo arranca del paraíso es la reportera que, con buen ojo, se da cuenta del valor de este hombre y lo intercepta en su deambular por la carretera para ofrecerle un programa donde podrá hacer y decir lo que quiera: da igual el guión, el producto eres tú, amigo, pues cada vez que el mercado descubre algo genuino, lo exhibe ante el público hasta que le exprime todo su jugo, se agota, y lo desechan. Rhodes, obviamente, tarda escasos segundos en enamorar a la audiencia desde que pisa el plató radiofónico, produciendo un efecto «good morning, Vietnam» a causa de su espontaneidad, su gracia y una rebeldía con la que todos nos podemos sentir identificados, pues no es más que el fluir de unos instintos no limitados. Rhodes es lo que cualquier productor o cazatalentos busca, un showman destinado al éxito en la sociedad del espectáculo, que incluso convierte lo revolucionario en mercancía, como se puede ver en la fabulosa escena en la que incita desde la radio a los niños del pueblo para que invadan la piscina del alcalde en señal de protesta, con la pérfida complicidad de los medios y de las autoridades (total, si la cosa se pone chunga de verdad ya los aplacaremos).

Desde aquí, la película se convierte en un delirante ascenso del personaje, que pasa por tener su propio programa de televisión, protagonizar anuncios publicitarios, aparecer en las portadas de las revistas más importantes, presentar concursos de misses... hasta su lógica entrada en la política. En este descenso al infierno, hay varios mensajes muy buenos que todo el mundo parece intuir y que no suponen una revelación, pero que son ciertamente las piedras angulares de la sociedad de masas, y por todos ellos pasa este personaje desde el momento en que escucha a una voz diabólica que le susurra «puedo convertirte en una estrella, hijo, si te entregas a mí y dejas que te eduque»:
  • la publicidad es un comecocos que no intenta convencerte de que su producto es mejor por sus cualidades, sino porque te hará feliz y los demás te querrán más
  • pasearte por los platós de televisión no supone el compartir un talento, una magia, sino que «el gran ojo rojo que me mira» te absorbe y banaliza esa magia
  • la política es un caso parecido a la publicidad: si quieres ganar no necesitas argumentos más razonables, sino eslóganes más pegadizos y una imagen que todos amen, haciendo alusión a la tendencia cada vez más enfermiza de que los presidentes no sean expertos en nada más que en ser payasos, como es tan habitual en Norteamérica con presidentes como Arnold Schwarzenegger o Trump, pero que también se ve en Europa con figuras como Berlusconni, o M. Rajoy, sin ir más lejos. Cuanto más estúpidos parezcan, mejor
  • los programas de televisión que llevan a personas para que cuenten sus problemas con el perverso fin de que los espectadores se apiaden y envíen dinero de forma caritativa (todo muy cristiano) trafican con las desgracias de la gente
  • la ostentación produce un inmenso vacío, pues cuando consigues todo lo que se suponía que te haría feliz y aún así no lo eres, el deseo entra en shock por no poder desear nada más: «No sé por qué acepté el ático. Vivo rodeado de veinticinco habitaciones vacías. Me siento un náufrago en una isla.»
En fin, ideas que, como decía, todos intuimos pero que mola ver de ver en cuando en una peli. Disculpad toda esta amargura de la que estoy haciendo gala, pero es la temática que me ocupa. En realidad pienso que el mundo es un lugar inmensamente bello, como nos recuerda la escena inicial en la cárcel, pero cuando se vive desde la libertad y la humildad. Como vemos, Black mirror no ha inventado nada, pues el capítulo «15 millones de méritos» tiene completamente el mensaje de esta película: la capacidad de absorción y mercantilización de la disidencia que posee el capitalismo, pero a lo basto.

«... llámenos como quiera, cuando nos juntamos, contamos historias divertidas»
Un detalle que me ha gustado mucho es un comentario de la película que dice «tal vez es hierba demasiado alta», haciendo alusión al proverbio que dice algo así como que la hierba que crece demasiado alta es la que se corta, justo a la hora de metraje, cuando se empieza a rayar por primera vez al darse cuenta de que su desorbitante ascenso vendrá seguido lógicamente por una caída igual de desorbitante. Este es el más grande punto de inflexión de la película, en el que el personaje se ve en la encrucijada entre ser inteligente y quedarse con aquello positivo que ha encontrado en su extravagante aventura, o seguir cabalgando como un caballo enloquecido hasta caer por el desfiladero. La primera opción está representada de forma un poco rancia (estamos en los ‘50) por el matrimonio con Marcia, de la que sigue enamorado, y que representa lo único sincero y auténtico en la vida tan ilusoria que lleva; y parece que va a elegir ese camino, pero el cabrón pesimista de E. Kazan decide que Rhodes se casará en un arrebato con la ganadora del concurso de Miss Arkansas que presentó, para llevar hasta las últimas consecuencias su cuento moral. Así que del concurso de Arkansas, tras una juerga en Juárez, vuelve casado con una pija provinciana y descerebrada que no sabe ni cómo pero ayer se presentó a un concurso cutre y hoy está casada con el hombre más importante de América.


Algo así como el personaje de Patronio en El Conde Lucanor
Este matrimonio es uno de los símbolos de la precipitada decadencia en la autenticidad de Rhodes, pues ahora ya lee los guiones que le escriben y se puede ver cómo trata a las personas que le sirven a la manera de un buen empresario. Y la última media hora de película es una triste destrucción del estresado y cada vez más alcoholizado personaje, que ha llegado a lo más alto y ya no sabe qué más inventarse para no ser derribado por el siguiente ídolo de masas. En este trance, hay una sutil y significativa escena en la que cabizbajo y abrazado a Marcia le dice: «tú me creaste», y en la amargura del expresivísimo rostro de Patricia Neal podemos ver el arrepentimiento de una mujer que sin quererlo ha creado un monstruo y arruinado una vida.


¡Vuelve!
Y este bellísimo cuento termina con la moraleja pronunciada por el actor Walter Matthau, un escritor eclipsado por Rhodes que le viene a decir básicamente que qué esperaba, que las modas pasan, chico, y si has triunfado a costa de recubrir tu ego de una reluciente costra te verás pronto sustituido por la siguiente estrella de una noche, y que la gente comentará, en su hastío, ¿te acuerdas de Lonesome Rhodes? ¿qué habrá sido de su vida? hasta que dos o tres estrellas más tarde nadie se acuerde del hombre que danzó e hizo carambolas bajo sus aplausos. La película se cierra con la incógnita acerca de un hombre acabado y su suicidio, tras un The end tras el que parpadea un flagrante letrero luminoso de Coca-Cola... Elia Kazan no escatima en detalles.